Escribir en Béjar en Madrid es pagar una deuda con mi infancia. Soy un hombre de ciudad y, a veces, me pregunto si, en algún rincón olvidado, queda algo del alma de ese niño que, embobado, se sentía afortunado viendo las cigüeñas surcar el cielo.

Tuve la suerte, gracias a mi amigo Ignacio Coll, vicedecano del Colegio de Periodistas de Castilla y León, de retomar el contacto con mis raíces bejaranas. Me abrió las puertas del periódico, un guiño del destino que no puedo obviar. ¿Y si mi destino está en dejar Barcelona, de la que tantas veces me he sentido abandonado, e irme a un lugar donde me quieran? Pues, por mucho que yo quiera a mi ciudad, sé que esta jamás me abrirá las puertas de su corazón.

EL NIÑO QUE MIRABA LAS CIGÜEÑAS,

por Jorge I. Aguadero Casado  

@aguaderocasado         aguaderocasado.com

A menudo nos sucede que los años han pasado y que, sin quererlo, se nos han borrado los recuerdos de la infancia. Andamos tan metidos en nuestras cosas que la vida se nos pasa como un vendaval, y los perdemos. Será que no hemos nacido para la inmortalidad y, en esa fatal pérdida de inocencia, nos extraviamos en nuestras miserias.

Ignoro si la culpa es nuestra o de un dios malevolente, pero ya no se forjan recuerdos como los de antes. Hoy el niño no juega en la calle, una aberración histórica por la que me siento el único que pide cuentas; el oficio de poeta ha perdido su prestigio y las letras andan huérfanas entre mucho libro hueco.

Pertenezco a la generación que no ha sabido ver las necesidades de la España vaciada. Nuestros padres salieron de los pueblos buscando un futuro y, pasado el hambre, no hemos sabido devolver la deuda de gratitud que habíamos contraído. La querida Béjar, de glorioso pasado industrial, no es una excepción a este fenómeno.

Les escribo desde Barcelona. Amo la gran ciudad, aunque ese amor no es correspondido, y estoy acostumbrado a que la música que me ronda la cabeza no se pueda compartir, a bailar solo. Porque aquí, como en Madrid o en cualquier otra urbe, te miran mal si cantas por la calle. La sesera, apretada por los auriculares, protege a los demás de los que tenemos el vicio de cantar. Por no oírse, no se oye ni el sonido de nuestros pasos en la calzada empedrada.

No siempre he vivido aquí. No, al menos, en mi corazón. Hubo una época, siendo muy niño, en la que visitaba Béjar. Son recuerdos difusos, de paz, con pantalones de pana, las manos sucias y la vida en la mirada. Me acuerdo de la campiña, de haber pasado frío, de una casa solitaria en la falda de la montaña… de pisar la hierba con mis zapatotes. Recuerdo al lobo. ¡Y al águila real! Y a las abejas. Mas, por encima de todas las cosas, recuerdo saltar de alegría al ver pasar las cigüeñas.

De ese Béjar que conocí, probablemente no quede nada. No me atrevo a preguntarlo, para que no se rompa lo mejor de mi infancia. ¡Quiero proteger ese recuerdo, transmitirlo a otros, hacerlo eterno! Quiero salvar el ayer de mis emociones, como cuando quise besar a la chica más buena de mi escuela.

Echo de menos mi Béjar porque allí está lo mejor del niño que fui. Los años han pasado, como les decía, y en la distancia sigo mirando el cielo en busca de cigüeñas. A veces, a la vista de otros; casi siempre, a escondidas. No pierdo la esperanza de volver a encontrarlas, un día, y descubrir, aunque nadie me vea porque habré muerto, que la tía Vicenta me espera en casa, junto al fuego.